lunes, 27 de noviembre de 2006


QUEBEC

Donde anida la luz del planeta

Por Gustavo Ng


Una ciudad sobre una ciudad. Una ciudad bajo una ciudad. El techo de esta ciudad de abajo es el fondo de un iceberg magnífico, de piedra, acero, concreto y vidrio: Montréal. Amo la ciudad que está aquí arriba, radiante, de entusiasmo diáfano, sofisticada e íntima, hecha de la Francia vieja y la América del siempre hoy. Y amo la luz blanca del cielo de Montréal.

Pero aquí no entra el sol. Una ciudad bajo una ciudad. De niño imaginé una ciudad en la que los aviones anduvieran por el cielo, los automóviles corrieran por el piso y la gente transitara en el subsuelo. De grande he sonreído con aquella fantasía, “cosas de chicos”, pensé, pero hela aquí, bajo Montréal. “Cosa del futuro”, me dicen, y me indican que antes que yo la soñaron muchos, entre otros, Leonardo Da Vinci.

Esta Ville Souterraine es la ciudad subterránea más grande del mundo —en la arquitectura todo es posible, parece decir Montréal—, hecha de 30 kilómetros de túneles, pasadizos, amplias galerías y estaciones de tren subterráneo, cada una con su propio estilo de construcción (la arquitectura asombrosa, otra vez).

He descendido desde el piso de mi habitación del hotel hasta la recepción bajo tierra; he salido del hotel directamente a la metrópolis del subsuelo futurístico. He andando toda la mañana, entre los shopping centers de Place de la Cathedrale, Eaton y Royal Trust Place, pasando junto a kioscos de diarios, bancos, galerías de arte, boutiques, cines, farmacias, puestos de flores, museos… Hay más de 1700 locales comerciales y 40 salas de teatro y cine hay allí abajo. Me he detenido a almorzar con el impagable sosiego de comer en un restaurante sin sentir la presencia de los automóviles. Luego me llegué hasta la Place Ville-Marie, donde comenzó la Ville Souterraine. Allí se construyó en 1962 el primer complejo (cuatro años antes de que se inaugurara la red de trenes subterráneos), bajo el fantástico edificio en cruz que se levanta 42 pisos hacia el cielo, emblema de Montréal diseñado por el estudio de Ieoh Ming Pei (autor de la Pirámide del Louvre).

Finalmente, he vuelto a aparecer en la superficie en la Antigua Montréal. Gilles me esperaba en la mesa del café que siempre ocupa en la Pace Jacques Cartier. La plaza fue la feria del pueblo en un largo pasado de siglos y ha quedado en el ambiente el bullicio vivaz y la concurrencia. Los Montréalenses se encuentran allí, y allí me ha citado Gilles, un gigante sereno. Lo observo, trato de adivinar el origen de sus rasgos: 50% franceses, 10% inglés, 10% italiano… tal vez algo de Inuit o de otro pueblo indígena —amerindio, se les dice en Canadá— o acaso vikingo, que también anduvieron los vikingos por el río San Lorenzo. “Mi apellido es francés”, dice para zanjar el asunto, “pero pertenezco a la raza del jazz”. Gilles se ríe sonoramente. Es un crítico de jazz respetado, uno de los inventores del Montréal Jazz Festival. “En esta mesa, mi mesa, en esa silla en que estás sentado, estuvieron Pat Metheny, el viejo Ray Charles, Oscar Peterson, el argentino Piazzola… Genios absolutos. Serán Beethoven, Bach, Mozart dentro de unos años”.

“Allez”, dice Gilles, y empezamos la caminata por el Casco Viejo, en la Montréal de arriba.

La Antigua Montréal es un exquisito rincón de historia que ha quedado entre los rascacielos y el río. “Salut”, le dice Gilles a la estatua del fundador Sieur de Maisonneuve en la Place d’Armes, y añade “la religión católica es un asunto de pertenencia en esta ciudad. Ser católico ha sido ser francés, participar de las raíces; la aldea madre se llamó Ville Marie, amamos las iglesias, el mayor rascacielos tiene forma de cruz... Fíjate allí enfrente, observa qué bonito: es el seminario que los suplicianos hicieron en 1685. El pueblo estaba recién nacido. Y mira para el otro lado”. Allí está, magnífica, la basílica Notre-Dame de Montréal, victoriana en la fachada, preñada de luces el interior neogótico, los altares recargados de púrpura, azul, piedra y dorado. “Deberás volver en verano, advierte Gilles, para los conciertos de órgano. Tienen el mejor órgano de Canadá”.

A la vuelta de la esquina damos con los edificios de la época en que cobró impulso la prosperidad que ha elevado a Montréal a un formidable standard de vida: el majestuoso Banco de Montréal, el Royal Bank, el New York Life, primer rascacielo de la ciudad (1888), una obra de arte de ladrillos vistos. Sentimos por la Rue Saint-Jacques la suntuosidad de principios del siglo XX, cuando Montréal era la gran capital cosmopolita de Canadá.

Al llegar al obelisco que recuerda el lugar de la fundación de Ville Marie, ya estamos cerca del agua. Querríamos quedarnos para siempre en el Vieux Port, mirando sin pensar aquellas aguas del enorme río que pasan, que van hacia el mar, sintiendo la frescura de la tarde, viendo pasar a la gente tranquila, con esos edificios que muestran con tanta felicidad sus caras a los pasajeros de los barcos que llegan. Están los edificios uno junto al otro, como amigos, parados obedientemente detrás de la calle que los separa de la costa, y desde allí sonríen.


Por el río San Lorenzo

Veré los edificios saludarme cuando navegue por el río en la lancha que Gilles tiene amarrada en el Port d’Escale. Habré de sentir en el cuerpo este fundacional río San Lorenzo. Viajar es ir sobre los rieles, por los caminos o atravesando el aire. Pero se viaja verdaderamente cuando se va por las aguas. Veré aparecer antiguas villas, algunas granjas, cruzaremos grandes barcos y veleros deportivos, nos acompañará la naturaleza gigantesca de Canadá, hecha de bosques, montañas, lagos y cielo.

El San Lorenzo fue la columna vertebral del ingreso y la colonización de los europeos a esta parte de América. A principios del siglo XVII Samuel de Champlain se metía en sus aguas como tantos otros exploradores lo hacían en ríos de América: para llegar a las Indias. El río nace en el lago Ontario y se orienta hacia el nordeste para entregar sus aguas al Golfo de San Lorenzo, 1.000 kilómetros abajo. Navegaremos 138 millas náuticas para llegar a la ciudad de Québec, el tramo del río por el que se transportaba la producción de la zona de Montréal y Trois Riviéres hasta Québec para ser exportada a Europa y a la costa este de Norteamérica.

Luego de pasar Sorel entramos en un delta que atravesamos por pequeños canales. Llegaremos a Trois-Rivieres y luego el río se pondrá más correntoso y más angosto. Pasaremos bajo los puentes que anuncian la ciudad de Québec y llegaremos finalmente a Cap-aux-Diamant.


La ciudad de Québec

Cap-aux-Diamant es un promontorio imponente encumbrado por el Hotel Château Frontenac. Una y otra vez se señala al edificio como el más fotografiado del mundo. Es un slogan de lo más bobo, porque el dato cierto es que es una de las construcciones más bellas y señoriales de la arquitectura, el primero de una serie de hoteles edificados por la Canadian Pacific Railway, abierto en 1893. Medio siglo más tarde fue sede de las conversaciones entre Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt para delinear una estrategia común para la Guerra Mundial.

El Chateau Frontenac impera como un monarca majestuoso la vieja ciudad amurallada de Québec, Patrimonio Mundial de la UNESCO, cuna de la Francia en América, hoy potente foco turístico con sus innumerables restaurantes, cafés, boutiques y artesanos, juglares y artistas callejeros que le dan un toque bohemio.

Québec tendrá 400 años de historia en el 2008. Por siglos ha sido el puerto básico de exploradores, colonizadores, comerciantes y ejércitos. Su alma está forjada por pueblos nativos, franceses, ingleses. Los cuatro siglos se concentra en la ciudad amurallada; en sus callejuelas, sus terraplenes, sus antiguas casas e iglesias de piedra, sus techos de cobre.

Un guía nos lleva por los siglos pasados en un recorrido que incluye vistas panorámicas fascinantes de la ciudad y sus alrededores. Vamos por las alturas de Québec.

Desde la Dufferin Terrace, construida en la ladera del Cap-aux-Diamant, observamos el barrio comercial más antiguo de las Américas, el Petit-Champlain, el Place Royale y el Puerto Viejo.

Andamos por el Parque de las Batallas —Plains of Abraham—, donde ingleses y franceses se mataron por el dominio del lugar. Nos perdemos el Musée du Québec y la recreación de una batalla y de los seis sitios a la ciudad de Québec, que se hace en otro museo, el Musée du Fort.

En el Parque de la Artillería, ubicado donde los franceses construyeron en los siglos XVII y XVIII diferentes defensas, luego usadas por el Regimiento de Artillería Británico, visitamos edificios militares que están en pie: el Dauphine Redoubt, de 1712 y los Cuarteles de Oficiales, de 1818.

Los nombres de los lugares guardan el pasado sin pudor: rue Sous-le-Fort, rue du Trésor, rue du Sault-au-Matelot, Place d’Armes, Parc Montmorency, iglesia de Notre-Dame-des-Victoires…

En el corazón de la Antigua Québec está el Convento de las Ursulinas, de 1639. Las monjas guardan recuerdos de todas las épocas y saben mostrarlos en su museo de modo que la historia cobre vida (se imagina uno las monjas viajando durante tres meses por el Atlántico, los primeros nativos en un salón de clases, la vida monacal década tras década).

El Museo de las Agustinas ofrece el mismo viaje en el tiempo. Pero buscamos en el Convento de las Ursulinas a la hermana Danielle. Es la hija de Gilles. Aparece: una muchacha franca y firme, como su padre, y muy jovial, con una luminosa sonrisa de monjita despabilada. Nos cita en un lugar “desde donde veremos todo”.

Es l’Observatoire, a 221 metros de altura, en la colline Parlementaire. La ciudad y sus alrededores se dominan desde allí. Danielle es una chica moderna, parece conocer todo y actúa directamente. El tour ha quedado en sus manos … “Vamos a la Isle d’Orléans”, nos dice, y subimos a su pequeño y moderno automóvil —que en manos de Danielle prueba ser velocísimo.

A 12 kilómetros de Québec por la autopista 440 East cruzamos un puente para llegar a la Ile d'Orléans. Danielle se detiene ante cada lugar, contempla, suspira de placer, nos pregunta “¿no es hermoso?” con un brillo en los ojos y luego “allez!”, a seguir.

La isla está salpicada de villas en las que se conserva la vida tradicional. Sus comerciantes, artistas, granjeros, sus habitantes han creado un lugar en que es importante el contacto humano. Es gente orgullosa del producto de su trabajo y de la isla, su casa, a la que aman y cuidan con esmero.

Las villas son ideales para recorrerlas a pie o caminando y tienen dónde recibir a los visitantes por un rato o por unas vacaciones.

Paramos en la casa de los navegantes de Saint-Jean y en Saint-Pierre-de-l'Île-d'Orléans visitamos la granja Domaine Steinbach Cidrerie et Vinaigrerie y la Église Saint-Pierre, la más antigua de la isla.

Desde la calle Horatio-Walker Street —la que en invierno se continúa en el puente que se usaba para llegar a la isla— vimos las cataratas de Montmorency, la Bahía de Beauport, Québec y el Cap-aux-Diamant. One of the ice bridges used to cross to the mainland until 1952 started at the end of this street.

Nos detenemos en la Chocolaterie de l'Île d'Orléans, instalada en una casa de 200 años, para disfrutar chocolates y en el Forge Economuseum para adquirir algo del tradicional arte de la isla. Junto al camino Royal vimos los campos de frutillas de los alrededores de Saint-Laurent, pueblo de astilleros desde el siglo XVII.

“¿Vamos más adentro de la Naturaleza? ¿A las cataratas de Montmorency?”, pregunta Gilles a su hija. Danielle tenía la respuesta preparada: “Más adentro de la Naturaleza, pero a Sainte-Anne”.

El cañón de Sainte-Anne está a unos 40 kilómetros al este de Québec, donde el río Sainte-Anne-du-Nord River se zambulle en un profundo desfiladero de paredes de piedra.

Hace treinta años Jean-Marie McNicoll convirtió el desfiladero en una atracción turística, disponiendo senderos, puentes y miradores para que los humanos sientan la colosal, magnífica Naturaleza del norte del continente americano. Danielle reía burlándose de su padre cuando atravesamos uno de esos puentes colgantes, a 60 metros de altura, sobre las cataratas que forma las aguas del río al entrar al desfiladero: “¡demasiado pálido para interpretar a Indiana Jones!” Estábamos rodeados de los bosques planetarios de Canadá, envueltos por el sonido del agua fatigando las rocas prehistóricas, un sonido macizo que se siente en el cuerpo, respirando esa frescura virginal que purifica los sentimientos.

Dicen que en algunos días de verano, por alguna razón que nadie conoce, de la nada aparece un arco iris, radiante, enorme, que cruza el cañón de Sainte-Anne.


Gaspésie

Luego nos iremos hacia el norte, seguiremos río abajo, para llegar a la Gáspesie. Más adentro de la Naturaleza.

En la Gaspésie derrama el San Lorenzo su agua en el mar y por la Gaspésie entraron en América los primeros antepasados franceses de la gente de Canadá.

El marino Jacques Cartier, hombre de St. Malo, llegó aquí con dos fragatas en 1534, hizo contacto con los nativos y tomó posesión de las nuevas tierras invocando el nombre de su rey Francisco I y plantando una cruz.

Tras Cartier llegaron a pescar en la zona marinos normandos, británicos y vascos. Muchos establecieron bases de pesca para el verano, algunos de los cuales crecieron y son hoy Matane, Percé y Mont-Louis. Pero la apuesta colonizadora pasó por las costas de la Gáspesie aguas arriba: a fundar Québec, Montréal, y más allá…

Los nativos con quienes tuvo trato Cartier pertenecían al pueblo Micmac, perteneciente a la Nación Algonquina. Eran gente de mar, que acampaban a lo largo de la costa en verano y se internaban tierra adentro en invierno. Los antropólogos saben que los Micmacs estaban en aquella península desde hacía por lo menos 2.500 años. Y desde antes, estaban los Etchemins, los Montagnais y los Kwedechs.

Las relaciones con los pueblos originarios era más intensa aguas arriba del río San Lorenzo, donde el explorador Champlain se enredaba en alianzas con Hurones, Algonquinos y Montagnais contra los Iroqueses para iniciar hostilidades que durarían décadas y dejarían heridas por siglos.

Y antes de que llegaran los humanos, tras atravesar el estrecho de Behring y el territorio de oeste a este, ya estaban los bosques de arces. Estaban los lobos, los castores, los caribúes, los zorros, los linces y las ballenas. Siempre miraron las ballenas asomadas a la superficie del agua, a esos animales inquietos que andaban sobre sus dos patas usando palos, piedras, pieles. Hoy, desde lejos observan esas ballenas azules de 25 metros cómo las observamos Gilles, Danielle y otros bípedos que flotamos sobre una lancha.

Vamos a bordo del Narval III y estamos en las agues del Parque Nacional Forillon. Danielle chilla de alegría cuando ve las tres ballenas —ha sido ella quien las descubrió— y Gilles, el inmenso Gilles de dos metros de masa, las mira con la melancolía del exiliado que examina al hermano que quedó en casa.

En Gaspésie el frío define las líneas y afirma los colores. La pradera tiene un verde espiritual, el cielo es un solo manto, siempre oscuro, el océano es macizo como la tierra. Y en ese paisaje de infinitudes, un solo, minúsculo faro rojo. Es el faro del fin del mundo.

“Soy un hombre urbano”, me dice Gilles, “volveré a mi mundo del jazz y mi hija volverá a su convento y tú volverás a tu país. Pero cualquiera de nosotros podría hacer lo mismo que Etienne Brulé. ¿Sabes lo que hizo? Escuchamos historias en nuestros viajes, descubrimos, aprendemos, vivimos aventuras, con suerte nos enamoramos… todo sin saber que mientras tanto algo está moldeando nuestras almas. Es la luz. Es la luz del lugar lo que persistirá en nosotros dentro de muchos años, cuando casi no recordemos dónde estuvimos. Y la luz de Québec, esta enorme luz, es la luz de un planeta puro. Es la luz gigantesca de los espacios gigantes, de la Naturaleza cristalina. Hace 500 años aquel Etienne Brulé dio la espalda a Europa. Simplemente se alejó, entre los bosques, los indios y los lagos. Saldría cualquiera de nosotros hoy, en otro milenio, con el planeta más intoxicado y arruinado, se echaría a andar por los espacios deshabitados de Québec y se hallará lo mismo que halló Etienne Brulé. Se sentirá la frescura de los mismos árboles y el mismo musgo bajo el cuerpo, se beberá la misma agua y se respirará el mismo…”

“…Cielo”, lo interrumpe Danielle, sonriendo.



El Mundo, España. Abril de 2005




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